Isla que se quema

Foto: frame de un video de Laura Fariña. Publicada en noticiasfuerteventura.com

Es mañanita ya. Subo rápido a la azotea de mi casa a mirar parriba. Trato de engañarme, de pensar que no, que no está pasando. Pero abro la puerta y ya no me hacen falta los ojos. El olor a madera quemada, el aire denso y oscuro me dice que no es un sueño. Los quejidos de la Isla se meten por mi piel y mis generaciones de antes y de después se agolpan en mi memoria, se abrazan, asustadas y yo no sé qué decirles, no sé que hacer. Y me derrumbo y empiezo a llorar, a resquebrajarme, a quemarme también. Lo siento Isla, lo siento abuelo, lo siento madre, lo siento hijos. Solo puedo abrazarme a ustedes y vaciarme de lágrimas para sentir alivio. Y sé que no estoy solo. Que hay mucha gente llorando. Y maldiciendo. Se nos quema la memoria, la vida. Los recuerdos se estallan en la noche y en este día triste. Abuelo Domingo echándose una siesta bajo la acogedora sombra de cualquier pino, padre Manuel subiendo a coger leña para cambiarla por aceite, madre preparando un guiso papas con leñita que nos mandó a recoger por los alrededores, mi propia imagen mil veces repetida entre las veredas, con mis hermanos del barrio, pateando, con mi compa recogiendo agua de tus entrañas, con mis hijos aprendiendo de los brezos y de las jaras, de los pájaros, de los lagartos. El dolor es fuerte. Te rompe. Es colectivo. Es dolor de todas. El duelo será largo y tendremos que estar juntas.

Y no hay dolor sin rabia. Y la rabia no puede quedarse dentro. Por eso aprovecho el traqueteo de los helicópteros para que esparzan mis gritos: ¡malnacidos!, ¡mierda, mierda, mierda!, ¡hijoputas!, ¡mecagoenlamadrequelosparió! No sé a quién me dirijo, pero no puedo parar de maldecir.

Entre vuelo y vuelo, el silencio se apodera de mis calles. La gente está en sus casas. Asustadas, llorando también, seguro. Nos sentimos huérfanas de futuro. Vacías de pasados que desaparecen abrasados, como tus acículas y tu corteza, hermano pino. La Isla está infartada. Le duele respirar. La codicia de tantas la puso al límite. Pero no preocuparse, señores y señoras turistas, esconderemos nuestro dolor, nuestras vidas calcinadas. En nuestros rostros seguirá la sonrisa con que cada mañana les serviremos el desayuno y les limpiaremos sus camas y sus retretes. Por favor, no se asusten, ustedes están seguros, les construiremos un paraíso de cartón piedra si hace falta, pero sigan viniendo que nuestras cuentas corrientes son insaciables. Esto no es culpa nuestra. Es de la “ola de calor” y de este incendio que tiene un “comportamiento inusual”. Tranquilos, no cancelen sus viajes. Las piscinas están llenas, las hamacas preparadas y los grifos de cerveza en su punto de frio. Y les prometemos sorpresitas: otro campito de golf, otro complejo “luxury” con miles de camas y piscinas chachis, dos carriles más pa’ llegar rapidito a los aeropuertos, un circuito de carreras pa’ que se diviertan un rato y unas buenas orejeras pa que no vean la vida achicharrada cuando suban a pisotear el Teide.

Hoy soy un poco menos. Se me calcinó el monte verde que me abraza cuando sobreviene la angustia, que me acompaña y me cobija. Ahora solo queda acumular tus cenizas, someterte a cuidados intensivos y escoltar tu regreso lento a la vida. Mimarte pa’ que Ancor y Jonay te sigan amando, como te amamos nosotras, Madre Isla. Por ahora solo eso, porque los ojos nublados ya no me dejan seguir escribiéndote. Es hora de llorar, sin consuelo posible, solo llorar hasta vaciarme. Será pronto. Luego empezaré a desalojar la rabia y a llenarme de rebeldía. De lucha sin cuartel a la ultraperiférica sinrazón. Basta ya, joder.

Isla que se nace

La Isla está pariendo. Su piel negra se desgarra para que salga el calor de siglos y grita. Lleva días contrayendo su vientre, retorciéndose en las madrugadas, manteniendo en vilo a sus hijas. Ahora su cuerpo tiembla sin parar y su voz ronca se esparce, empujada por el alisio fresco, anunciando de nuevo su más firme determinación: nadie, ni las mismísimas diosas que todo lo crean, podrán encadenarla. Que es libre de nacerse y que lo hace para regalarle al océano un nuevo beso ardiente, para vestir de oro a la noche, para tejer nuevas alforjas en las que guardar las semillas de los tiempos nuevos.

Se está rajando la Isla y en el silencio de la noche rompe aguas de fuego que se precipitan por el tobogán de la memoria. Imparables, chamuscando a los cardones altivos, los ríos rojos adelantan la amanecida. La lluvia negra embrumece el cielo limpio de estrellas y la Isla llora su dolor amontonado. Sabe que su parto de lava será el sostén de vidas nuevas, que tiene que matar para nacerse, que debe engendrar soledades para seguir construyendo esperanzas.

Está pariendo nuevos ojos con los que mirar el Universo, nuevos riscos que se abrigarán con musgos atrevidos, más isla en la que destilar la historia de los hijos del silencio, más vida que brotará de las cenizas de la muerte.

Desterrando el olvido

Texto de presentación del libro de Nicolás González Lemus: “Pequeños y grandes héroes de La Orotava. Domingo el Crusantero y otros republicanos represaliados”, editado por el Colectivo Cultural La Escalera.

Plaza de San Juan. Villa Arriba. La Orotava. 25 de junio de 2021.

Autor de la presentación: José Manuel Hernández Hernández (historiador)

Hoy tengo el enorme placer y la responsabilidad de presentar un libro, “Pequeños y grandes héroes de La Orotava. Domingo el Crusantero y otros republicanos represaliados”, del doctor en historia Nicolás González Lemus, que su propio autor enmarca en lo que se ha denominado historia social e historia local, dos ramas de la investigación que tratan de ahondar sobre la construcción de las identidades locales y el papel desarrollado en ese proceso por los grupos sociales mayoritarios y, en demasiadas ocasiones, excluidos de un relato histórico hegemonizado por el discurso emanado desde la verticalidad del poder.

Es por ello que quisiera empezar recordando unas pequeñas reflexiones que tuvimos oportunidad de plasmar en una publicación reciente con motivo del homenaje que se tributó al profesor Juan José Martínez Sánchez (Carmona), coordinado por Francisco Javier León Álvarez, y en el que planteamos una reivindicación de la función social de la Historia en su expresión más cercana a la ciudadanía: la Historia Local, la que nos posibilita, a través del conocimiento de nuestro propio devenir, entender procesos históricos más generales y asumir la responsabilidad, como sujetos capaces, de protagonizar y dirigir los anhelos comunes. La Historia como arma de conocimiento, de construcción de identidades y, sobre todo, una herramienta para la transformación hacia modelos sociales superadores de cualquier tipo de dominación, desigualdad, dependencia y discriminación. El conocimiento y el análisis crítico de nuestro devenir histórico como comunidades debe configurarse como uno de los puntos de partida para la recuperación de la memoria colectiva, que afiance esas señas identitarias, el sentido de pertenencia a un grupo y la afinidad con un proyecto común, que se construye desde las prácticas democráticas, plurales y soberanas.

Una historia local que, en estos momentos de uniformización y globalización cultural y económica, en que trata de implantarse –incluso con el recurso a la violencia-, lo que se ha venido en denominar el “pensamiento único”, se torna aún más imprescindible y urgente para entender el momento histórico en el que están inmersas nuestras comunidades y, sobre todo, para fortalecer las identidades locales a partir del conocimiento riguroso de su pasado.

Partiendo de estas premisas, que tratan de guiar nuestras investigaciones, para mí es un verdadero honor presentar este libro y hacerlo en este marco de la Plaza de San Juan. Lo es porque yo también soy vecino de la Villa Arriba y este libro habla de mis vecinos y vecinas, de sus vidas, de sus familias, con las que convivo diariamente y que son depositarias del ejemplo de muchos de sus antecesores que lucharon por la consecución y el mantenimiento de la libertad y la democracia. Lo es, también, porque se trata de un libro de uno de los hijos de este barrio, Nicolás González Lemus, historiador, militante político y cultural y protagonista de uno de los momentos históricos más activos de la Villa Arriba, desde la recordada Asociación de Vecinos de San Juan del Farrobo, allá por los finales de la década de los setenta del siglo pasado. Es un honor, también, porque aborda un período histórico en el que venimos trabajando durante las últimas décadas y que necesita de publicaciones como ésta para desmontar mitos, recuperar memoria y aprender con el ejemplo de tantos hombres y mujeres que, en abril de 1931, estaban dispuestos a aportar toda su energía en la construcción de un mundo más justo e igualitario y que por ello sufrieron la terrible represión política y social que se desencadenó a partir del 18 de julio de 1936.

A través de la vida de Domingo González Pérez, el Crusantero, Nicolás nos hace un recorrido por la historia de buena parte del siglo XX orotavense. Un siglo en el que se experimentaron los mayores avances democráticos de nuestra historia y, al mismo tiempo, los mayores procesos represivos por motivos políticos y de enfrentamientos de clase. Un siglo de luchas constantes entre quienes aspiraban a una transformación profunda de las relaciones sociales y económicas, teniendo como horizonte la igualdad de oportunidades para todas las personas, la justicia social, el reparto equitativo de la riqueza y la libertad y quienes no dudaron en utilizar la violencia de las armas para reprimir esas aspiraciones y, sobre todo, para mantener los privilegios, los beneficios económicos, el ejercicio del poder político y el control social que, desde la conquista, habían ejercido en estas Islas un reducido sector social que conocemos como clase dominante y que, en el caso de La Orotava, se reducía a un grupo de familias de nobles apellidos que controlaban la propiedad de la tierra y, en consecuencia, el principal sector económico, así como la importación y comercialización de bienes de primera necesidad.

Un siglo que vio nacer a un potente movimiento sindical, allá por 1918, con la creación de la Federación Obrera del Valle de La Orotava, en el Puerto de la Cruz, y el Círculo Instructivo Obrero, en La Orotava, que protagonizaron la primera huelga general del Valle en 1920 y que iniciaron un movimiento que se convirtió en la principal referencia del socialismo en la Isla, con organizaciones que construyeron sus propios edificios –en La Orotava, un poquito más abajo de donde nos encontramos, en la Calle Cantillo-, que publicaron sus propios periódicos y crearon sus propias escuelas para alfabetizar y formar a los trabajadores y trabajadoras, que se enfrentaron a las patronales agrarias y a las compañías extranjeras que explotaban las fincas plataneras, que evolucionaron hacia posiciones cada vez más transformadoras, que incorporaron a la mujer trabajadora a las organizaciones sindicales y que aportaron destacados líderes al movimiento obrero canario y a la política insular.

Un proceso de empoderamiento de las clases populares que será violentamente cercenado por el golpe de estado del 18 de julio de 1936 y el posterior ciclo político marcado por la represión, la Guerra Civil, el exilio, la emigración forzada, el hambre y la miseria durante la larga noche de la dictadura franquista.

Gracias al trabajo de contextualización que realiza Nicolás González Lemus en estas historias de vida, podemos disfrutar de una visión panorámica sobre lo sucedido en La Orotava en estas décadas, con particular detenimiento en los años de la Segunda República, la Guerra Civil y la dictadura franquista. Y, sobre todo, en lo sucedido en la Villa Arriba, lugar de residencia de Domingo Crusantero y de sus compañeros y amigos, también represaliados, así como de las clases populares del centro urbano, en contraposición a la Villa Abajo, donde se asentaba la clase dominante, el comercio, las sedes de las instituciones públicas, las infraestructuras culturales, el ejército y la jefatura eclesiástica con el arciprestazgo de la iglesia de la Concepción.

En este barrio, en la Villa Arriba, por ser lugar de asentamiento de la clase trabajadora, es donde nacieron y tuvieron sus sedes las organizaciones sindicales del municipio durante la República, así como las agrupaciones socialistas que se conformaban como la expresión política-institucional del movimiento obrero, primero aquí mismo, en un edificio situado en la calle que tenemos a nuestra espalda y después en la Calle Cantillo, donde se construyó el edificio de la Federación de Trabajadores de Orotava, posteriormente robado –incautado es el término que se utilizó para darle legitimidad a ese robo- por los militares sublevados para destinarlo a sede del Sindicato Vertical y, en la actualidad, propiedad de la Unión General de Trabajadores.

Una Orotava que en la década de los treinta contaba con unos 18 mil habitantes, un tercio de los cuales residían en el centro urbano, con niveles de analfabetismo que alcanzaban, en la Villa Arriba una media del 60 % de la población, donde la mitad de los hombres en edad activa se dedicaban a la jornalería platanera y el 90 % de las mujeres se dedican a los cuidados, el mantenimiento de los hogares, la atención a las familias y a la realización de actividades extras con las que aumentar las rentas familiares y garantizar el sustento diario (en la agricultura, como costureras, lavanderas, criadas o como vendedoras ambulantes de productos agrícolas).

Es en ese contexto de analfabetismo, bajos salarios, largas jornadas laborales, explotación infantil –muchos niños y niñas trabajaban desde edades muy tempranas en la agricultura o en el servicio doméstico-, precariedad laboral, escasa atención médica y educativa, en definitiva, de duras condiciones de vida para las clases populares, donde se produce el advenimiento del régimen republicano y se afrontan reformas importantes dirigidas a mejorar las relaciones laborales, la formación cultural, la asistencia sociosanitaria y la mejora de la gravísima situación económica en que se encontraba el conjunto de trabajadores y trabajadoras del municipio. Aunque no cumplió con las expectativas generadas, la Segunda República fue una esperanza que se tradujo en alegría. La gente era feliz, me comentaba Nicolás hace unos días. Me quedé pensando en eso, tratando de recrear La Orotava, la Villa Arriba de 1936, las conversaciones, las casas, la vestimenta, la ausencia de coches y luces, las gentes en las asambleas y las manifestaciones, las tensiones y la determinación en las luchas jornaleras, los procesos electorales, las luchadas y el fútbol, el bullicio en las sesiones cinematográficas, los bailes en los salones o en las sociedades, la gente viviendo sin miedo, sintiéndose en el momento más libre de sus vidas y yo también deduje que sí, que la gente fue medianamente feliz. Se sentían partícipes de una lucha común, se sentían trabajadores y trabajadoras con derechos, se sentían personas que pertenecían a un mismo grupo, a una misma comunidad. Y todos esos sentimientos caminando juntos, convergiendo, debe ser lo más parecido a la felicidad que se siente cuando  eres  protagonista de tu destino, personal y colectivo. Y debía ser así, a la vista de los datos de participación en organizaciones sindicales y políticas, con centenares de afiliados y afiliadas. A la vista, también de la actividad cultural y festiva, de la sensación de abrirse al mundo a través de un cine sin censuras, de la diversidad periodística con la numerosa prensa que se editaba, de la participación activa en las luchas laborales, sobre todo las protagonizadas por los miles de jornaleros en las diferentes huelgas generales y sectoriales que se desarrollaron durante estos años, de la participación en los procesos electorales que auparon a los representantes de la clase trabajadora a las instituciones públicas, gobernando el Ayuntamiento, por primera y única vez en su historia y, sobre todo, porque se estaba produciendo un proceso de toma de conciencia y de empoderamiento de las clases populares que la podían situar en condiciones de dar un vuelco importante a la vida en el municipio.

Militantes de La Orotava, hacia 1935. Foto: col. Domingo Hernández
Militantes socialistas de La Orotava, hacia 1935. Foto: col. Domingo Hernández

Pero conquistar la posibilidad de debatir y decidir entre iguales era una amenaza directa hacia los intereses de quienes mantenían la hegemonía del poder desde hacía siglos. Arrebatarles esa prerrogativa que se habían autootorgado de ser “dueños de”, era algo que no podían permitir. Y para ello, agotada la vía democrática para contener las aspiraciones de los grupos sociales mayoritarios y peor situados social y económicamente, no dudaron en recurrir, como ya había sucedido en otros momentos,  a su brazo armado, al Ejército, para que se restableciera el orden natural de las cosas, ese que desde el siglo XVI había definido a quiénes pertenecía la capacidad de decidirlo todo.

Ese era el objetivo último de la sublevación militar, con el apoyo directo y entusiasta de la oligarquía agraria, la Iglesia católica y la gran burguesía comercial orotavense: la eliminación de cualquier esperanza que pudiese alimentar un cambio social, político y económico que pudiera beneficiar a la gran mayoría de la población, en detrimento de los privilegios que ostentaban esos grupos sociales minoritarios. Y ese trabajo de autoborrado de la memoria personal, familiar y colectiva, solo se podía ejecutar a través del uso generalizado de la violencia represiva sobre todas aquellas personas que, de alguna manera, por insignificante que fuese, habían participado en ese sueño colectivo que tendría su final el 18 de julio de 1936.

En La Orotava más de 300 personas fueron represaliadas de una u otra forma. Hasta donde llegan nuestras investigaciones, casi un centenar de consejos de guerra sumarísimos acumularon cuatro penas de muerte y más de 300 años de cárcel para decenas de afiliados, simpatizantes o militantes de organizaciones de izquierda de La Orotava; una cincuentena de empleados públicos perdieron sus trabajos o fueron suspendidos de su empleo y sueldo por largas temporadas; otros tantos fueron sometidos a multas e inhabilitaciones por medio de la Ley de Responsabilidades Políticas de 1939; fueron encarcelados los concejales del Frente Popular; fueron destituídos o trasladados casí la mitad de los maestros y maestras que ejercían en el municipio; decenas de jóvenes soldados fueron encuadrados en batallones de trabajos forzados; varias decenas de personas tuvieron que iniciar el camino del exilio; dos fueron asesinadas en el cuartel de Falange de la Calle de la Hoya y otras dos por tiroteos en el momento de su detención; un hombre fue asesinado en el terrible campo de concentración nazi de Mathaussen y cuatro fueron fusilados por su participación en la gesta de la evasión de los presos y soldados canarios de Villa Cisneros, en marzo de 1937; un número de mujeres, aún por determinar, fueron sometidas a purgantes y rapados de cabeza; algunos militantes fueron sometidos al escarnio y la vejación de cargar las cruces por las calles del pueblo y, en definitiva, miles de personas, directa o indirectamente por ser familiares de, fueron tocadas por la terrible mano de la represión política, bendecida por una Iglesia que no solo aceptó el golpe militar, sino que lo alentó y se volcó activamente en trabajar para conseguir el triunfo de los sublevados, facilitando y legitimando el uso de la violencia para separar la mala simiente –la que pensaba en clave de igualdad social- de la buena y productiva –la que lo hacía en defensa del orden jerarquizado, la religión y la patria imperial-.

La acción represiva fue intensa –desarrollada en el corto periodo de cuatro años- y generalizada a toda la población, pues incluso a aquellas personas que no fueron tocadas directamente por la represión, se les envió un mensaje claro: se trataba de un escarmiento colectivo de enormes dimensiones y se les hacía entender que, si no querían recibir su dosis represiva, debían entrar en el limbo de los que no veían, no hablaban, no oían pero sobre todo, callaban.

El fruto de ese escarmiento a quienes soñaron una utopía posible durante el periodo republicano, se tradujo en la doctrina nacional católica bien aprendida, en agachar la cabeza, quitarse el sombrero ante los nuevos-viejos amos y mantener el silencio, practicando el olvido, para poder vivir en paz.

Domingo González Pérez, Domingo el Crusantero, fue uno de esos militantes socialista y republicano que sufrió directamente la represión. Yo no lo conocí directamente, pues cuando falleció yo solo era un niño de diez años de edad. Pero de alguna u otra forma siempre estuvo presente en los recuerdos que contaban las gentes de la Villa Arriba como un hombre que mantuvo sus ideales y su dignidad y que favoreció el encuentro de la militancia clandestina orotavense e insular en torno a sus caldos y sus famosos platos, en su bodega, en el Casino de la Villa Arriba. La vida de Domingo, en la que Nicolás seguramente profundizará dentro de unos momentos, es una de esas tantas historias de vida que tenemos necesidad de conocer para seguir avanzando como comunidad. Su ejemplo no debe quedar en el olvido en el que se quiso enterrar por la represión y la dictadura franquista y sus ejecutores locales. Y por eso, como sociedad considero que este acto de hoy debe convertirse en un gesto de agradecimiento hacia Nicolás González Lemus, porque su esfuerzo nos permite contar con una de las pocas historias de vida de quienes vivieron y sufrieron la Guerra Civil en La Orotava, la de Domingo Crusantero y la de muchos de sus compañeros como los hermanos Illada Quintero, Antonio Petit, Juan Hernández Correa, Antonio Díaz Trujillo, Balbino San Millán,  Pedro Hernández Lorenzo, Jesús Martín Raya… y tantos otros, todos vencidos en esa terrible contienda. Es este un ejercicio de poner sobre el papel, para que perdure y pase a formar parte de nuestro particular patrimonio colectivo, la vida de uno de los hombres que pudo contar su historia y compartir sus ideas con las nuevas generaciones, manteniendo un pequeño foco de resistencia en La Orotava durante muchos años.

Este libro pone en evidencia la necesidad de recuperar las historias personales de tantos militantes que protagonizaron estos años convulsos y esperanzados. La necesidad de recuperar nuestra memoria histórica, desde la rigurosidad y desde la práctica de la investigación científica, también desde la oralidad y los recuerdos individuales, como parte del proceso improrrogable de reparación de las víctimas de la dictadura franquista, cuya dignidad no ha sido restituida plenamente y, sobre todo, para dotarnos –con el conocimiento de nuestra historia reciente– de un instrumento que contribuya a la formación de una ciudadanía respetuosa con la democracia –en su más amplia acepción‒, con la participación y con los derechos humanos. En definitiva, a la construcción de una ciudadanía plenamente democráctica y por ende, claramente antifascista.

Este barrio tiene razones para sentirse orgulloso de esos vecinos y vecinas que creyeron, lucharon, y sufrieron porque osaron tener un sueño y bregaron para alcanzarlo.

Domingo falleció en 1977. Apenas le dio tiempo de disfrutar de la etapa que se abría tras la muerte del Dictador. Sus amigos, sus compañeros, lo despidieron con saludos republicanos. Hoy le damos, de la mano de su hijo, Nicolás González Lemus, de nuevo la bienvenida. A ambos, mil gracias por abrirnos esta ventana a nuestro pasado más reciente.

Muchas gracias.

Serenada

Foto: Albert Buendía, en cienciacanaria.es

Viniste a romper la transparencia de la noche, silenciosa, invisible, a mojarnos la madrugada, las piedras de la calle, los verodes de los tejados que te besan como a un loco amante inesperado, las ramas envejecidas de la envioletada jacaranda, a dar de beber a la Isla dormida, a encharcar los poros abiertos de una piel reseca de tanto amor, a acompañar el sueño de los chinijos, a regalarle sorpresas a sus ojos vivos y no hay quien ponga freno a tu obcecada determinación de humedecernos la existencia, porque eres así, impredecible, serena dama de la noche que nos mantiene fresca la conciencia, la memoria, la vida que crece y muere en cada esquina esperando tu fugaz presencia, que te poses sobre los cuerpos desnudos, para embeberse con tu abrazo líquido, serenada victoriosa que te detienes en los viejos cristales como invitándome a tu fiesta de primavera, pero me quedo a este otro lado porque tengo el encargo de vigilar los sueños, dejo que te apoderes de la Isla que mañana florecerá, con tus lágrimas sanadoras, mientras yo espero de nuevo a la madrugada, a que vuelvas a destilar los recuerdos de los tiempos viejos, a encontrarme con tu cuerpo húmedo, posma que siembras ceniza, sollozo de la noche.

Isla que nos nace

Apenas somos un diminuto instante en el andar eterno de la Isla. Una ola que viene lenta, desde quién sabe dónde, arrullando a las toninas, sabedora de su destino de muerte a los pies de la playa negra. Somos ese fisquito de nada en que nosotras también somos Isla. Y nos habita. Y la habitamos.

La Isla nos pare con el anhelo de conservar su memoria. Nacemos de su lava fecunda, de sus hijos muertos, de sus dolores ocultos, de sus apagadas esperanzas. En silencio nos nace, sin llamar la atención, acumulando partos con que apuntalar su inmortalidad. Mirando al horizonte que expande sus soledades, que desparrama sus incertidumbres. De frente a la mar inmensa, a la inabarcable liquidez de los abrazos distantes.

Nos nace para estirar los barrancos que desaguan sus olvidos. Porque somos solo, apenas, un soplo de alisio que la empuja hacia los límites de lo posible. Una ráfaga de siroco ardiente, africano como su alma oculta. Un picapinos que le tamborilea la conciencia. Un silbido en la cumbre para guarecer sus secretos.

No quiere morir. Por eso nos nace, hermano cedro. Quiere semillas nuevas que trajinen contra el desaliento. Quiere tu savia y quiere mi sangre para excitar el sueño de sus volcanes adormitados. Ahí anda, amontonando corajes, encajonando teniques en los cimientos de su rebeldía.

Para eso nos quiere. Para lanzarse al vacío, para volar con sus hermanas, islas de nadie, huérfanas del océano isomne, por encima de las brumas que abrigan sus espaldas dobladas, que silencian la alegría creadora, que tranca las cancelas de los llantos del exilio. Para ponerse en pie nos quiere.

La memoria que despierta

Después de años de trabajo y de ser galardonado con el Premio Alfonso Trujillo de investigación, convocado por el Ayuntamiento de La Orotava en 2018, por fin sale a la luz el estudio que realizamos sobre el nacimiento y la evolución del movimiento obrero organizado en el Valle de la Orotava, desde 1918 hasta el 18 de julio de 1936.

     Un movimiento obrero que significó para los hombres y mujeres que se incorporaron al mismo la adquisición de hábitos y valores democráticos, a través de las constantes asambleas y reuniones y, sobre todo, la oportunidad de adquirir una conciencia de clase que será determinante para el avance de las posiciones ideológicas y estratégicas de esas organizaciones, que marcarán, asimismo, la evolución de una parte del socialismo tinerfeño hacia las líneas defendidas por el Partido Comunista. Un movimiento con miles de afiliadas y militantes, que se convirtió en la principal referencia –por su capacidad organizativa– del socialismo en la Isla, con organizaciones que construyeron sus propios edificios, que contaron con sus propios órganos de prensa y sus propias escuelas, que pusieron en práctica estrategias de unidad sindical, que se enfrentaron, con determinación, al poder de las patronales agrarias y de las compañías extranjeras, que evolucionaron hacia posiciones cada vez más transformadoras, que aportaron significados líderes al movimiento obrero canario y a la política insular, que incorporaron a la mujer trabajadora a los sindicatos, a través de las agrupaciones femeninas, mientras que las mujeres desempleadas se involucraban en las luchas laborales, apoyando activamente las huelgas que se plantearon. La dedicación plena de los líderes obreros y políticos a la defensa de los intereses de las clases populares significó que, por primera vez, los trabajadores y trabajadoras se sintieran realmente representados en las instituciones públicas, donde desarrollaron políticas, o al menos lo intentaron, al servicio de las mayorías.

Militantes socialistas de Los Realejos. Foto: col. Severiano Díaz

Militantes socialistas de Los Realejos. Foto: col. Severiano Díaz

     Esta es la historia de un movimiento obrero y de sus hijos y/o aliados, los partidos de izquierdas, que obtuvieron amplísimos apoyos sociales que los llevaron a gobernar varios municipios del Valle y a tener un peso específico en la política insular. No es, ni nadie espere encontrar, una historia total del Valle en este periodo, ni mucho menos. Pero sí es buena parte de la historia de la inmensa mayoría de la población de la comarca, la que apenas tenía recursos para sobrevivir y la que, teniéndolos en pequeñas cantidades, creían en la justicia, en la igualdad, en la libertad y en un nuevo sistema que superase las desigualdades generadas por el capitalismo y el régimen económico semicolonial que dominaba al Archipiélago. Eran los jornaleros, los medianeros, los pequeños propietarios, los trabajadores y trabajadoras de los empaquetados, las sirvientas y sirvientes, los pequeños artesanos, los empleados de comercios y empresas, los obreros de la construcción, las miles de mujeres que se dedicaban al cuidado de sus familias, los cientos de niños y niñas que tuvieron acceso a la escuela durante la República y los que, con apenas diez o doce años se veían obligados a trabajar. Eran quienes lo sostenían todo: las enormes sorribas, el cultivo de la platanera, el empaquetado y el transporte de los frutos, la construcción de las viviendas… Ellos sostenían la riqueza concentrada en muy pocos propietarios y en las casas extranjeras, contra quienes lucharon sin descanso para poder arrancar unos pocos derechos, para tratar de vivir con dignidad. Después de siglos, se pusieron en pie, dispuestos a transitar, a elegir y a protagonizar su propio destino.

Militantes de La Orotava, hacia 1935. Foto: col. Domingo Hernández

Militantes de La Orotava, hacia 1935. Foto: col. Domingo Hernández

Madera rajada

Foto: laislaquemehabita

      Ahora no eres más que madera rajada. Tablones devorados por la traza de la miseria. El mar te vomitó y te lanzó contra los riscos negros. Quebraron tus cuadernas y te partiste, con toda la rabia, maldiciendo a los arrecifes invisibles de la codicia. Cabalgaste sobre espumas blancas de sueños inocentes. Cien ojos te guiaron en el miedo oscuro de la noche, con las manos ancladas a un futuro incierto, con las lágrimas de la muerte en cada horizonte olvidado.

   Surcaste silenciosa tu última travesía. Navegaste empujada por el calor de los sueños mientras la marejada desgastaba tus costados y abandonabas los colores africanos en este cachito de océano. Ya no eres roja y verde y amarilla y negra. Ya no te habitan los susurros de aliento ni las certezas del porvenir. Solo el recuerdo de abrazos temblorosos permanece entre tus costillas desnudas.

   El frío de la madrugada acabó por congelar tus esperanzas. Los ojos tiritan y equivocan el rumbo y se acaba el combustible y las luces de la riqueza se apagan para no verlos. Eres nadie en mitad del desprecio. No existes. Solo eres madera a la deriva, dispuesta a inmolarte en cualquier rompiente. Atrás dejaste gorros de lana y cuerpos agotados. Llantos de niñas en brazos desesperados. Muerte sin nombres, ojos cerrados, miradas ciegas. Dolor que perece en cada orilla, en cada muro, en cada valla asesina, en cada estadística del odio.

     Ahora no eres más que escultura de madera rajada. Astillas que se nos clavan en la conciencia, clavos ferrugientos, espejo roto de nuestra vergüenza.

Caleta

Foto: laislaquemehabita

Foto: laislaquemehabita

     Que no se acabe la tarde. Que no se alejen los pájaros que picotean los charcos. Que se quede el oro en la arena y que mi cuerpo no se enfríe. Que la espuma no se esconda en la barriga de las olas. Que la brisa se agache para imaginar tu rostro. Que Lobos no deje de escuchar mis versos liberados. Que paren los astros sus órbitas. Que las nubes detengan su andar perdido. Que la maresía se cristalice y que la Isla desencadene sus cancelas. Que se abra como los brazos de mi amor lejano y que me lo traiga hasta la orilla. Allí danzaremos dibujando la espiral infinita de la rebeldía. Hasta ser un solo cuerpo. Una sola isla de tardes inacabadas.

Maresía

Bruma volcánica. Foto: Antonio Hernández Santana

El tiempo de la mar /  no es conciencia de nadie, / es nada más que un siempre. / Tiempo no condenado /  a vivir de esperanzas, /  tiempo de creación / sin antes ni después. 

Pedro García Cabrera

 

     Aquí estoy, con mi cuerpo desnudo sobre este risco negro, despojado de la tiránica inmediatez y de las muertes que se empeñan en seguir viviendo. Me traje hasta el filo de la Isla, bien temprano, cuando el clarear es solo una puerta que se abre lenta a la utopía, para escuchar la voz de las olas, para aspirar el olor denso de la mar embravecida. Ellas son mis sanadoras, las que alivian el desinquieto corretear de los fantasmas que se empecinan en desgastarme las entrañas.

     La Isla que me habita lo sabe y por eso me empuja hasta la orilla. Conoce la fuerza del salitre que se esparce fino para alimentar a las siemprevivas. Me dejo llevar por su sabiduría de siglos, por tanto conocimiento amasado, por su memoria indestructible. Arropado por la frescura de una amanecida perezosa, espero paciente hasta que baje la marea y el viento despeine la melena azul del océano que nos abraza. A la Isla, a mí y a esa amada impalpable que se deshace y se rearma, infatigable, entre las frenéticas gotas de esa maresía que se aproxima dispuesta a envolverme con su velo blanco.

     Al son de un viejo fado, el rocío de la mar atraviesa las puertas que no se abren y acaricia el basalto que me sostiene. Revolotea serena sabiéndose invencible, poderosa, inyectando su óxido mortal en las cárceles de la memoria. Hoy sé que su único propósito es corroer las mordazas del silencio, abrir las cancelas de los gritos aprisionados y liberar las voces de los muertos de tristeza. Es el aire salado, el sudor de una Isla dispuesta a destruir los armazones de la miseria. Sabe que su tiempo húmedo, ensalitrado, es implacable, eterno. Es tiempo de mar batiente, de sostén de tarajales verdes, de aire blanco que consuela las angustias de la Isla. Tiempo ferrujiento que corroe las palabras necias y los oídos sordos, que silencia balas asesinas y espadas de conquista.

    Maresía que entra por mi pecho abierto a limpiar de mentiras mis desvelos. Aquí estoy, reclamando el polvo de mar que rebose mi sangre de esperanzas. Estaré contigo hasta vaciarme del futuro incierto, del presente que no llega. Maresía que desarma los nudos de los sueños, que entrega la palabra a las mariposas de mi infancia. Ahí te vas metiendo, como aroma de incienso salvaje, en busca de versos adormecidos. Espantando a los insomnios, te apoderas de mi piel manchada y me disuelves en el mar de tus lágrimas menudas.

    Ahora ya soy tuyo, ya no beberé de los pozos de la ausencia. Marcharemos juntas por los acantilados libres y encontraremos las playas negras de la Isla. Y allí, por fin, al borde del ocaso, reconstruiré la piel morena de esa amada traviesa y comenzará la infinita danza  de la alegre rebeldía.

Magua

Manolo Millares

Manolo Millares

 

     Hubo una noche en que la magua, como una fina niebla rastrera, vino a cubrir el cuerpo de la Isla. El velo gris, casi imperceptible, corrió por los barrancos, se extendió por las veredas serpenteantes y ascendió a los volcanes dormidos. Llegó arrastrando exilios, cruzando océanos de desconsuelos, buscando dónde esconder su indestructible memoria, sus soles de enero, dónde agarrar su amasijo de desánimos, a qué riscos aferrarse, como el musgo verde, y prepararse para afrontar la triste batalla del olvido.

     Nadie sabrá de esa guerra callada, porque la magua no tiene palabras. Viajó muda, en silencio, amasando penas en su roído zurrón hasta que, en el horizonte soñado, la piel oscura de la Isla madre decidió abandonar sus ropajes figurados, su disfraz de verdades ocultas, su mirada cautiva del alisio entrometido.

     La magua es su hija llorada, su hija robada. Se la llevaron las corrientes frías de la inmensidad salada, del abismo de tumbas y esperanzas, para alejarla de los pechos resecos de tanta codicia. El viento de siglos atropellados la empujó, negándole el regreso, hasta el otro lado de la miseria. Allí embarrancó su memoria intacta, encerró su tristeza y se recogió, se metió pa’ dentro, como las flores en invierno. La magua quedó oculta, escondida a los ojos de la Isla, lejana, clandestina. Y allí, en su forzado retiro, alimentó la pérdida, la angustiosa añoranza de los besos cálidos, del hablar pausado, de la larga melena de su Isla amada, de la fina línea que sostiene su mirada.

     Creció la magua hasta desbordar la fortaleza del dolor aguantado y con un latigazo certero, inevitable, rompió el cerco disimulado de la indiferencia. El coraje de la Isla madre se precipitó por los caminos de la desmemoria hasta que logró levantar a tanto salitre acumulado. Y la niebla surgió sigilosa para iniciar la singladura inversa. Así fue su regreso.

     Ahora ya está en casa, armándose para su discreta contienda. Nadie lo sabrá, porque la magua no habla, solo siente y se acurruca en el corazón de la Isla. Su triunfo es desvanecerse, desaparecer, o al menos cobijarse a la sombra de un saúco compasivo y permanecer invisible a los ojos vidriosos de la nostalgia. Ahí se quedará, solita, esperando una nueva partida, un nuevo acomodo de las maletas del exilio.

     Y así, de a poquito, en el irremediable viaje, la magua irá creciendo de nuevo, reclamando el oleaje sagrado, la húmeda serenidad de su Isla madre, de su Isla amada. Allí volverá a hacerse mayor, combatiendo al óxido de la historia, hasta completar, nuevamente, el reparador ciclo de los abrazos.